Quien se toma en serio a los demás ―lo cual no debería
impedirle reírse de vez en cuando― pronto se da cuenta de que los conceptos bueno y malo naufragan sin remedio en los arrecifes de la complejidad humana. Deberían
ser como los puntos cardinales: instrumentos que nos permitieran trazar mapas y
escoger destinos, no veredictos con los que redimir o condenar.
Todo el mundo es bueno para sí mismo, y
cuando es malo se entiende cargado de razones para ello. Todo el mundo se
siente importante, vulnerable, herido. Todo el mundo comprende sus derechos y
admite a regañadientes sus deberes, si es que llega a vislumbrarlos. Todo el
mundo quiere vivir, y sabe que dejará de hacerlo. Todo el mundo intuye su
ignorancia y sueña con la sabiduría. Todo el mundo vacila, fracasa, y sufre; y,
aun así, a veces, está contento. Todo el mundo desea ser amado y teme ser
rechazado. Todo el mundo sueña con ser grande y tiene que resignarse a ser
pequeño.
Todos nos parecemos, porque
todos afrontamos la alegría y la dificultad de la vida, y todos moriremos. ¿Por
qué no ponérnoslo fácil unos a otros? ¿Por qué no amar en el otro la lucha por
el sentido y por la felicidad, si es la misma que la nuestra? Compasión.
Misericordia. Solidaridad. Empatía.
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