sábado, 28 de abril de 2018

Estar en casa

Estar en casa: zambullirnos en nosotros mismos.
Allí donde cada cosa nos habla de nosotros: de nuestra historia, de nuestras metas, de un triunfo o de un fracaso que nos trajeron hasta aquí. Nuestra casa es un museo de nuestra identidad: de lo que somos, de lo que pudimos o quisimos ser, de lo ganado y lo perdido.

Cada rincón está cubierto por el polvo del tiempo. Nuestra casa no está quieta: se desplaza por la corriente de los años, que la adornan y la gastan. De vez en cuando hay que desprenderse de lo viejo, no porque sea inútil casi todo lo es, sino por limpiar el alma para que no acabe convertida en un trastero. El desprendimiento, como recuerdan los budistas, es una sana escuela de la pérdida, que es nuestra última condición.

Pero estar en casa es, sobre todo, refugiarse y reposar. En el territorio de lo familiar (incluidos sus fantasmas) podemos rehacernos de la fatiga del mundo, ese lugar extraño. Estar en casa es hacernos pequeños, colgar por un rato la espada de conquistadores y admitir la hermosa trivialidad de cualquier aventura.

Nuestra casa es un lugar feliz, incluso cuando duele. Pero no lo convirtamos en baluarte: el tiempo del refugio debe cumplirse, para que no nos apoltronemos demasiado; y entonces hay que regresar al mundo.

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