Estar en casa: zambullirnos en nosotros mismos. Allí
donde cada cosa nos habla de nosotros: de nuestra historia, de nuestras metas,
de un triunfo o de un fracaso que nos trajeron hasta aquí. Nuestra casa es un
museo de nuestra identidad: de lo que somos, de lo que pudimos o quisimos ser,
de lo ganado y lo perdido.
Cada rincón está cubierto por el polvo del
tiempo. Nuestra casa no está quieta: se desplaza por la corriente de los años,
que la adornan y la gastan. De vez en cuando hay que desprenderse de lo viejo,
no porque sea inútil ―casi todo lo es―, sino por limpiar el alma para que no acabe convertida
en un trastero. El desprendimiento, como recuerdan los budistas, es una sana escuela
de la pérdida, que es nuestra última condición.
Pero estar en casa es, sobre todo, refugiarse
y reposar. En el territorio de lo familiar (incluidos sus fantasmas) podemos rehacernos
de la fatiga del mundo, ese lugar extraño. Estar en casa es hacernos pequeños,
colgar por un rato la espada de conquistadores y admitir la hermosa trivialidad
de cualquier aventura.
Nuestra casa es un lugar
feliz, incluso cuando duele. Pero no lo convirtamos en baluarte: el tiempo del
refugio debe cumplirse, para que no nos apoltronemos demasiado; y entonces hay
que regresar al mundo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario