Los demás dan mucho trabajo. Hay que dedicarles atención
y paciencia; hay que convencerles, seducirles, esperarles, insistirles, contenerles…
A menudo hay que resistirse a sus requerimientos. Hay que dedicarles el amor y
la decepción. Hay que competir y luchar con ellos. Y todo eso de forma
cambiante e inestable, puesto que no hay nada más voluble y tornadizo que esa
caótica nube de recuerdos y expectativas, deseos y esperanzas que es un ser
humano.
No es de extrañar que Sartre opinara que el
infierno son los otros. En cualquier caso, se trata de un infierno ineludible:
tanto, que en él caben también todos los cielos. Eso no quita que nos convenga tomarnos
un respiro de vez en cuando. La soledad y el silencio, que nos parecen
naufragios y solemos llenar de nostalgias, pueden ofrecer la oportunidad de
repararnos, de tomar nuevas fuerzas, de vislumbrar significados inéditos antes
del reencuentro.
Retirarse es como ganar
perspectiva sobre el abigarrado mundo de los vínculos. En la distancia, a
veces, se concibe con más acierto la medida de las cosas. La convivencia es un
sano ejercicio de vida; la soledad es un sabio ejercicio de restitución. Ambas
plantean sus desafíos, y ninguna ofrece garantías.
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