Ya hace tiempo que se concluyó que la verdad no es nunca
demostrable, ni, por tanto, definitiva. El camino de la verdad ―siempre
provisional, parcial, inacabada― empieza por descartar de nuestras convicciones
aquellas cuya falsedad no se puede demostrar, es decir, las que no pueden
ponerse a prueba mediante la lógica y la observación empírica.
La verdad es
ciencia porque no se han encontrado pruebas de lo contrario, aun pudiendo
hacerlo. Todo enunciado de verdad, por tanto, debe llevar implícita su contraparte
de falsedad, o, como la llaman los científicos, su hipótesis alternativa.
Consideramos cierto el Big bang porque aún no se ha encontrado ninguna galaxia
que no se esté alejando del conjunto, y la evolución porque no se han
encontrado restos humanos de la época de los dinosaurios.
Pero la verdad afecta solo
a una pequeña parte de la vida de cada cual, y quizá no la más decisiva. ¿Qué
verdades podemos sostener sobre nuestras relaciones con los demás, o sobre
nuestro futuro personal? Ese es el territorio de la creencia, ineludible por
otra parte, puesto que no podemos evitar buscar explicaciones que compensen
nuestra incertidumbre. Las creencias son respetables siempre que las
sostengamos con humildad y sin dejar de cuestionarlas. Y nunca valen una batalla.

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