La felicidad nunca nos parece suficiente porque la medimos
bajo el criterio de los momentos mejores. Nos resistimos a aceptar que esas
situaciones tan intensas son excepcionales y no valen como pauta. Desde el
momento en que las conocemos no queremos otra cosa, o más bien, todo nos parece
insuficiente. Caminamos a tientas, deslumbrados, sin mirar dónde pisamos.
Buscamos revivir lo excelso, una pretensión
tan legítima como imposible. Le imponemos la añoranza de lo excepcional a la tosca
simpleza de los días. La vida está hecha de la sustancia tibia y frágil de lo familiar,
es la parcela sinuosa de la penumbra cotidiana, que nos parece gris solo por comparación
con los contados destellos de plenitud.
Hay que evitar que la
añoranza de las cumbres nos pierda por senderos fatigosos que nos alejan de la
sosegada alegría, la única capaz de durar: la de un timón bien guiado, una
brújula firme en las volubles marejadas, y la rotundidad del mar. Fuera de la nostalgia
―que nos engaña hacia atrás―, fuera de la esperanza ―que nos confunde hacia
delante―, está el territorio magnífico del presente: realidad palpable y luminosa,
que no se atiene más que a sí misma, que no necesita señalar lo que no es para
dar valor a lo que es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario