La evolución cuenta con una economía simple, implacable:
lo que no sirve, desaparece. Lo que no sirve: no necesariamente lo mejor. La
vida es práctica, no moral. Va al grano y se limita a mirar por sí misma.
Es curioso que ese utilitarismo tan riguroso
haya dado lugar a la complejidad humana, tan inútilmente alambicada. Los
suspiros de amor y las partituras de Bach, al menos, son bellos, y tal vez la
belleza ayude a sostener la vida. Pero, ¿qué mérito tienen las preocupaciones
vanas, las ideas obsesivas o la depresión?
Si nos atenemos a la ley evolutiva, cabe
especular que son o fueron útiles para algo que tal vez nos pase desapercibido.
Preocuparse no hace feliz, pero ayuda a adelantarse a los problemas. Que luego
dé lugar a otros nuevos, como las úlceras o el insomnio, ya es cosa de maña o torpeza.
El arte es lo que suele marcar la diferencia entre lo adecuado y lo inoportuno.
Así, administrar bien la
sencillez no es nada sencillo. En ello reside la complejidad de lo humano, un accidente
evolutivo que ha dado para muchos triunfos y más fracasos. Somos lo que somos,
y hacemos con ello lo que podemos. Tal vez logremos aprender de la naturaleza
un poco de sencillez y pragmatismo. Y, ya puestos, de astucia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario