Mal que bien, cada cual va tirando con su vida, que nunca
es fácil y a veces cuesta lo suyo. Hay retos que nos abruman, dolores que nos
superan, pero ahí seguimos. Es como caminar por una cuerda floja convencido de
que uno se caerá en el paso siguiente; y, sin embargo, inopinadamente, uno aún
no se cae, y aparece un paso más por dar. Estamos hechos para sobrevivir.
¿Realmente necesitamos tanta autoayuda, tanta
terapia, tanto asesoramiento? ¿O los consumimos por vicio, por una especie de
glotonería de felicidad? Quizá no necesitemos ser tan felices como esperamos, y
eso sea otro de los mitos con que nos alecciona esta sociedad que quiere que
rindamos tanto.
Tal vez la clave de una
vida satisfactoria no sea la felicidad, al menos en primer término. Quizá nos
baste con una mera sensación de bienestar, un estado a la vez más arduo y más
elemental: algo así como la armonía, la sensación pacífica de que las cosas
están en su sitio, la aquiescencia que emana de sentirnos parte de un conjunto
con sentido, de una gestalt. De ahí
que para la mayoría ―los que no tenemos el don natural de encarar la vida con
ese ánimo―, la serenidad y la satisfacción requieran un esfuerzo, tanto mayor
cuanto más alejados nos encontramos de esa simple pureza.
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