Desde Caín y Abel sabemos que los hermanos son nuestros
más directos rivales. Con los hermanos hay que competir por el alimento, que es
también la atención y el amor de los padres; y, a medida que crecemos, por el
espacio para expandirse y ser uno mismo.
Freud veía en los hermanos el origen de la
envidia, y tal vez no exagerara tanto. Para crecer, necesitamos abrirnos
espacios ajenos a la familia, donde nuestro proyecto pueda germinar fuera de la
sombra de hermanos y padres. En muchas culturas se prioriza al primogénito como
un modo de concentrar los esfuerzos en uno de los descendientes. No es justo,
pero hace más probable la supervivencia del legado. Lo malo es que también
atrapa al beneficiado: todas las herencias ponen precio en el reparto de sus
dones, así es como los muertos retienen una parte de los vivos.
Los hermanos comparten con
nosotros buena parte de los genes: por eso la evolución nos quiere colaboradores.
Pero la familia que nos protege también nos apresa. En nombre del amor se pueden
colgar lastres insufribles, la tradición tiene siempre algo de traición. Es preferible
que cada cual tenga oportunidad de explorar su propio camino, en vez de quedar condenado
de antemano a una senda prefijada. Amor, luego libertad.

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