El enamoramiento es un trueno, una sacudida que, como el
dolor que lo acompaña, nos despierta y nos hace cambiar de rumbo.
Soñamos con
él con razón, pues pocas veces tocaremos así el cielo con la punta de los
dedos; a costa, eso sí, de la pena y el desvelo. «Quien lo probó lo sabe», nos
recuerda el enamoradizo Lope de Vega. Kahlil Gibran avisa que «así como el amor
os da gloria, así os crucifica»; y, no obstante, hay que seguirlo, dejar que
haga en nosotros su trabajo.
Pero tenemos que sobrevivir
cuando termina. Por suerte, solemos hacerlo casi sin querer, lo cual demuestra
que somos más fuertes de lo que creemos. Como en el duelo, al principio parece
inconcebible que haya un mundo más allá del paraíso perdido; pero el tiempo disipa
la niebla y restituye el paisaje. Un panorama que tal vez nos parezca deslucido
después de andar deslumbrados por la luz divina, pero que tiene algo
de la palidez entrañable del hogar.
Tras el desbarajuste de la excepción, toca el
regreso a la sagrada costumbre, que nos repara, que nos abriga, que nos
reequilibra con su cotidianidad de llama lenta, lánguida y humilde. Aquí nos
separamos de Gibran y de casi todos los poetas: la genuina alegría es la de los
días laborables. Ulises tiene que llegar a Ítaca, o perecer por el camino.
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