La
felicidad ―como la desdicha― está aquí o no está en
ninguna parte. Hay que obstinarse en verla, o, más bien, en fundarla.
La
felicidad es la alegría que se realiza. Puede nutrirse de evocaciones o de
esperanzas, siempre que las rescatemos para este instante: en nuestra
afirmación de la alegría, en nuestra resistencia confiada, en nuestra entrega a
lo que amamos y nos ama, en nuestro rechazo de lo que nos destruye. La
felicidad sale de la nada a cada instante, es un modo de ver y un modo de
hacer, es optar por la confianza frente al miedo, por el amor frente a la
aversión, por la ternura frente a la crueldad, por la compasión frente al
rencor, por la gratitud frente al disgusto.
La felicidad es residir en nosotros
como en el mejor palacio, aunque sea un palacio frágil que hay que restaurar
cada día. La felicidad es ser dueños conscientes de nuestro relato, que a
fuerza de insistir quizá convirtamos en destino. La felicidad es considerar un
tesoro lo poco o lo mucho que nos es dado, y cuidarlo y regarlo como un
jardinero que confía en su mano, y en la fuerza de la vida, y en el poder de la
tierra. La felicidad es, en fin, optar por la felicidad, cuando se pueda. Hay
quien se entrega a la desdicha, que siempre está aguardando, que siempre queda cerca; y con ese poder escribe su destino.
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