Cada cual, a veces sin querer, persiste en su proyecto:
sea de creación o de destrucción, sea de comedia o de tragedia. Quizá lo
hagamos porque necesitamos sentir que somos algo, porque de lo contrario nos
diluiríamos en un marasmo irrespirable. O tal vez sea, simplemente, que no
sabemos hacer otra cosa, que no podemos concebirnos de otra manera, que hay
fuerzas en nosotros que a la larga pueden a nuestra voluntad.
Hubo un momento en que concebimos un destino,
creímos que era el nuestro y ya todo en nosotros se volcó, desde entonces, en
realizarlo. En cierto modo, quedamos atrapados en nuestro relato.
Solo así me explico que
muchos insistamos una y otra vez en actuar de modos que nos hacen mal y que
devastan nuestro alrededor. Como polillas, nos lanzamos, sin saberlo o sin
saber por qué, al fuego que nos consume. De poco sirven las voces que avisan,
las manos bienintencionadas que intentan retenernos. Tal vez creamos que algo
nos arrastra, y a veces es cierto; pero casi siempre el impulso nos salió de
dentro, como un designio minucioso e incuestionable. Casi siempre pudimos
elegir, casi siempre alguien quiso salvarnos, pero para algunos ―¡ay!― la llamada del fuego es
irresistible, y no descansamos hasta arder.
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