El ego da mucho trabajo, porque es frágil y hay que
apuntalarlo, porque es débil y hay que defenderlo. El ego, que nos sostiene, también
nos limita, y tenemos que repararlo continuamente, como los tejados viejos.
El
ego es como una canción que no logramos quitarnos de la cabeza, que cobra vida
propia y, si no lo contenemos, puede llegar a sustituir a la vida misma, y robarle
su frescura y su libertad. Las personas empachadas de ego resultan fastidiosas;
otras se han rendido a su yugo, y viven desesperadas.
El problema del ego es que, desde que sale al
mundo, todo conspira contra él. Al fin y al cabo, no es más que una invención
hecha a contracorriente, un cuerpo extraño que se inmiscuye en la vida y
pretende imponerle por dónde tiene que ir. Como observa con lucidez Ken Wilber,
el ego establece una frontera, y toda frontera es una línea de conflicto.
Con el tiempo, por suerte,
la mayoría aprendemos a poner el ego en tela de juicio, a negociar con él, a no
tomarlo demasiado en serio. Con destreza, tal vez logremos domesticarlo y
regresar a la aldea subidos en su lomo, como el campesino hace con el buey en
la fábula zen. Rabioso y salvaje, ese buey nos causará toda clase de
estropicios; bien llevado, será el más útil animal.
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