Hay gente a la que se suele elogiar diciendo: Es una
buena persona. Sin embargo, es un elogio con un poso de veneno, porque a
menudo sirve como coletilla de alguna consideración previa entre el despecho y
la compasión.
Por eso suele venir precedido por un pero: «Baila como un pato,
pero es una buena persona». La bondad vendría a ser no tanto admirable en sí
misma, sino una cualidad adversativa: una especie de disculpa. A pesar de las películas,
los buenos no suelen ser triunfadores, pero al menos se les puede perdonar.
Nietzsche, tan implacable con la hipocresía,
nos hizo ver las perversas maldades que pueden ocultarse tras la bondad: hay
quien es bueno porque no puede ser otra cosa, o como una impostura, o como una
coartada. Spinoza, a su manera, ya lo había sugerido dos siglos antes: lo que
cuenta no es la bondad en sí misma, sino aquello que lleva más lejos nuestra naturaleza,
aquello que es fiel a nuestra verdad; y defendiéndolo se atrevió a plantar cara
a la maldición de su comunidad judía. Y Thoreau resume con esplendor: «No seáis
buenos porque sí. Sed buenos con motivo.»
Pasarse de bueno puede ser
un modo de traicionarse o de traicionar. A los demonios ya los aborrecemos:
prevengámonos de los ángeles.

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