¿Conquistar la serenidad? Siempre tendremos buenas razones
para preocuparnos. Si no se trata de problemas graves, serán espinosas trivialidades.
Porque el mundo es siempre imperfecto, y nuestros deseos lo siembran de
carencias. Solo en esa feliz aurora en la que los sufrimientos nos dan descanso
entrevemos la epifanía de liberarnos de la angustia, porque comprendemos que la
dicha es simplemente habernos salvado una vez más.
Cuando el dolor nos da un respiro nos parece que
ya estamos a salvo de un nuevo dolor. Lo que nos daba gozo pronto nos aburre.
El umbral de nuestras expectativas desciende con el contento, y entonces volvemos
a sufrir por nada. Epicuro tenía razón: nos hace falta poco para ser felices, y
cuando no lo somos es casi siempre por culpa de nuestro empeño en no darnos por
satisfechos y querer siempre más.
Con algo de lucidez quizá
podamos restituir su verdadera medida a los pequeños dolores ―para sobrellevarlos sin
mella― y a las pequeñas alegrías ―para apurar su felicidad
fresca, tal como viene, sin pedirle más―. Los estoicos también tenían razón al recordarnos que podemos
soportarlo casi todo. No siempre lograremos mantenernos en esas verdades, pero
ya es mucho recordárnoslas.
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