El miedo, que tantas veces nos hace estúpidos, tiene su
propia inteligencia: muestra, para empezar, que algo en nosotros sabe de cosas
que nos sobrepasan. Inmolarse es siempre una opción, y de muy buena prensa en
la moral heroica, aunque de poco recorrido. Y no hay nada más patético que una
inmolación inútil.
El miedo nos preserva de la resistencia
patética. A veces hay que rendirse para no perder. Nada más grato para el
antagonista que recordarnos, aplastándonos, nuestra condición de insectos. Se
lucha para ganar, o cuando no hay otra vía para la dignidad. Pero no hay nada
indigno en reconocer la superioridad del otro. En tal caso, lo propio es tener
miedo. Y rendirse, tal vez.
Pero en otras ocasiones la resistencia es una
fuerza, o el camino a la fuerza. A veces la superioridad no está tan clara,
tiene sus grietas, se sustenta sobre pies de barro. A veces rendirse no es una
opción, porque conllevaría perder demasiado, o perderlo todo: hay quien se inmola
rindiéndose.
Ahí resistir vale la pena,
incluso si concluye en derrota. Ahí hay que sobreponerse al miedo y estar dispuesto
a aguantar hasta sucumbir. Dicen con razón que el coraje no es no tener miedo,
sino seguir adelante con el miedo a cuestas. Cuando vale la pena.

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