A veces vale la pena correr riesgos, y a veces hacerlo
sería descabellado. Hay que saber distinguir lo valioso de lo caprichoso, y una
buena pista para hacerlo es la gente que nos rodea: los que dependen de
nosotros y pagarían nuestro fracaso, en especial los que amamos. Ante el peligro,
la cuestión no es lo que se gana, sino quiénes ganan o pierden.
En general no amamos los riesgos, y hacemos
bien. Somos conservadores, y debe serlo quien algo tiene, pues debe defenderlo.
Ya lo han dicho: vivir es perder. Pero a la vez nos motiva ponernos a prueba.
Forma parte de nosotros explorar y conquistar. La frontera entre el arrojo y la
temeridad es sutil, y a veces la confunde la ignorancia: la que nos lleva a despreciar
el peligro o a sobrevalorar nuestras fuerzas.
En el juego de la vida, todos somos
navegantes y todos estamos destinados al naufragio. Cada cual debería atenerse
a sus posibilidades, pero, ¿cómo conocerlas si no las ponemos a prueba?
Entonces, a lo que hay que atenerse es al riesgo. Ganar es fácil: tanto que a
menudo ni siquiera sabemos valorarlo; fracasar, en cambio, nos cuestiona.
Cuando fracasemos, hay que pagar
y aguantar. Esa es la entereza última que se nos pide.
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