Hay dolores puros, dolores sin apelación ni subterfugio.
Dolores que sencillamente tienen que doler, porque escabullirnos de ellos sería
perder parte de nuestra humanidad: la ruptura de una convivencia, la muerte de
un ser querido, el daño torpe o cruel, las agonías de una enfermedad.
Hay
enclaves ominosos en los que la existencia se viste de dolor. Uno ha de ir a
ellos con el pecho descubierto, y dispuesto a que le marquen para siempre con
su hierro al rojo. Así la vida se nos va clavando en la piel, para recordarnos
que le pertenecemos.
No iremos de buen grado al sufrimiento. La historia
de la humanidad es la narración de una lucha por saciar la necesidad y alcanzar
el deseo, que son formas de padecimiento, puesto que nos vuelcan en lo que nos
falta; pero también del esfuerzo por paliar los males, cuando nos agreden por
sí mismos. Comte-Sponville confiesa que no sabe si la entereza le daría para
soportarlo todo, como pretendía Séneca. «El dolor manda. El horror manda. Cada
uno resiste como puede».
Hay algo inhumano en escribir a una madre, como
Séneca, para conminarla a que aprenda a no sufrir por haber perdido a su hijo.
El tiempo hace cicatrizar las heridas, pero quedan las cicatrices y el dolor
que vuelve a veces. Cada envite de la vida nos mata un poco más: vivir es eso.
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