Para el náufrago urbano, la naturaleza es el santuario de
la nostalgia, un rincón en el que reencontrarse aún con lo limpio y lo puro,
con el silencio y la poesía. El campo, tan quieto, tan rendido, tan esquivo,
nos trae el eco de una felicidad perdida o imposible, que sin embargo allí
parece que nos quede a un paso.
El sujeto de rendimiento se sabe exiliado:
lo artificial ―sea en forma de entorno o de actividad― se interpone entre él y
el mundo. No puede hacer nada sin que medien objetos o instituciones. Se siente
siempre en camino, pero tiene la impresión de no llegar nunca adonde sea que
vaya. Este destierro se añade a su orfandad en medio de un universo sin dioses
ni magia, un universo que, como decía Camus, «no responde».
La naturaleza es un reducto
de magia, de belleza y misterio. Hay en ella algo antiguo y formidable, que entusiasma
e intimida. Los románticos lo llamaban lo sublime. Nos enseña que podemos amar
y temer a la vez, o tal vez que no podemos lo uno sin lo otro; nos recuerda lo
que es estar presente ―a nosotros, que pasamos la mayor parte de nuestras vidas
en la ausencia― y evoca lo importante frente a nuestra sofisticada trivialidad.
A menudo, eso nos abruma tanto que no sabemos acudir a la naturaleza sin algún agarradero
artificial.
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