Lo que era un blando sueño, una nostalgia de noches
estrelladas, una excusa para la poesía, lo hemos acabado convirtiendo en un
producto más de consumo, de hecho en el producto por antonomasia. La felicidad
se produce y se compra, y para ella se ha levantado una pujante industria con su
red comercial.
El «hombre de rendimiento», como nos llama
acertadamente Byung-Chul Han, permanece siempre intensamente activo: tiene
prisa por producir y por consumir. Todo
puede ser fabricado: solo se trata de utilizar los ingredientes adecuados,
seguir los procedimientos establecidos y, por supuesto, hacerlo según las
fórmulas decretadas por los especialistas. La felicidad aguarda en los escaparates,
envasada y a punto para ser adquirida, como los productos de un supermercado. Conseguirla
es una mera cuestión de voluntad: quien no la gana es porque no trabaja, quien
no la compra ―sea en libros de autoayuda, terapias o gurús― es porque no quiere.
La infelicidad, por su parte,
es una opción reprobable, propia de indolentes o faltos de criterio. Lo menos
que pueden hacer los infelices es sentirse culpables por improductivos, y apartarse
para no entorpecer la ocupación de los demás con sus lamentos estériles. Un hombre
del rendimiento tiene el deber de ser feliz.
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