Hay quien me ha tildado de místico, y creo que con acierto, si
atiendo al sentido etimológico de la palabra, que alude al misterio, a lo
oculto, y a los sentimientos que nos suscitan: admiración y temor.
En este
sentido, todos tenemos algo de místicos, cuando contemplamos el mundo y la
existencia como un misterio que nos encandila, nos abruma, y, como todo lo inmenso
y lo ignoto, nos aterroriza. El misticismo podría ser un modo reverente y embelesado
de situarnos ante esa cosa asombrosa, enigmática, que es la existencia.
¿Se puede ser místico y
ateo? ¿Místico y racionalista? Creo que sí. Porque una cosa son las
convicciones, fruto de la reflexión y el conocimiento, y otra las emociones,
que nos conectan más que nos acercan a la realidad, que tienen más que ver con
la intuición y la conmoción. Yo miro el mundo a mi alrededor y no sé vislumbrarle
ninguna trascendencia platónica, ni para sostenerlo ni para justificarlo. Todo
lo que veo en mí y en el mundo es materia, sometida a unas leyes físicas que
hemos empezado a explicar mediante la razón. Pero a la vez puedo sentirme fascinado
por esa maravilla que me rebasa, y dedicarle una reverencia asombrada en mi
interior. El religioso pone nombre a ese asombro y le inventa explicaciones: yo
me quedo en él.
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