Tal vez lo honesto sea confesar nuestras aversiones. Pero
tal vez sea aún más honesto reconocer lo fácilmente que pueden llegar a transformarse.
Cuando somos corteses, por falso que pueda resultar lo que expresamos, estamos
también siendo muy sinceros: sinceros con lo posible, sinceros con la primacía
del respeto, sinceros con el valor que demostramos dar a la relación.
Por cansados que lleguemos a casa, nos
obligamos a sonreír a nuestros hijos: la verdad del amor por ellos importa más
que la verdad trivial de nuestro ánimo. ¿Por qué no hacer lo mismo con los
compañeros de trabajo? Se dirá que los hijos son vulnerables y nos necesitan,
pero, ¿cómo saber si no nos necesita también el vecino? Al hacernos la vida más
fácil y grata, al tiempo que se la hacemos a él, ¿no estamos priorizando un
bien superior? ¿No estamos concibiendo una dimensión en la que tal vez
podríamos ser amigos? ¿Por qué la escenografía del conflicto debería tener más
legitimidad que la del buen entendimiento? ¿Por qué debería parecer más
valiente un insulto que un halago?
Y, si se trata de elegir escenografías, ¿por
qué no optar por la más confortable, la que abre puertas en lugar de cerrarlas?
Si lo difícil es valioso, ¿qué más difícil que apostar por el respeto a la
dignidad de todos?
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