Los adalides de la sinceridad deberían leer a Erving
Goffman. La vida social nunca prioriza la sinceridad: más que la verdad,
importan la intención y la eficacia. Y las relaciones son eficaces cuando
cumplen su función: cuando nos definen y nos contienen, cuando nos protegen y nos
impulsan. El mundo, lo decía Calderón, es un gran teatro, y la vida fluye en él,
jugando con símbolos y metáforas, en forma de relato escenificado.
La sinceridad, como todas las virtudes, es
valiosa en sí misma, pero cuando baja a la arena del encuentro tiene que adaptarse.
Es buena mientras es apropiada. O, mejor dicho: siempre es buena, pero de un
modo distinto en cada contexto. La verdad nos hace sabios y enteros: hay que
pedirle también que nos ayude a vivir.
Por eso la verdad tiene que
tolerar la simulación, que es otra verdad por inventar. Cuando mantengo las
formas a pesar de la antipatía, estoy creando una historia que quiere ser
cierta: la de una convivencia pacífica y beneficiosa que de otro modo
resultaría imposible. A veces la simulación se convierte en realidad, y los que
simulaban apreciarse acaban por hacerlo. «El amor puede nacer de una metáfora»,
nos avisa Milan Kundera. La verdad de nuestros sentimientos es voluble: hay
verdades que engañan y mentiras muy sinceras.
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