martes, 11 de septiembre de 2018

Fronteras de la sinceridad

Los adalides de la sinceridad deberían leer a Erving Goffman.
La vida social nunca prioriza la sinceridad: más que la verdad, importan la intención y la eficacia. Y las relaciones son eficaces cuando cumplen su función: cuando nos definen y nos contienen, cuando nos protegen y nos impulsan. El mundo, lo decía Calderón, es un gran teatro, y la vida fluye en él, jugando con símbolos y metáforas, en forma de relato escenificado.

La sinceridad, como todas las virtudes, es valiosa en sí misma, pero cuando baja a la arena del encuentro tiene que adaptarse. Es buena mientras es apropiada. O, mejor dicho: siempre es buena, pero de un modo distinto en cada contexto. La verdad nos hace sabios y enteros: hay que pedirle también que nos ayude a vivir.

Por eso la verdad tiene que tolerar la simulación, que es otra verdad por inventar. Cuando mantengo las formas a pesar de la antipatía, estoy creando una historia que quiere ser cierta: la de una convivencia pacífica y beneficiosa que de otro modo resultaría imposible. A veces la simulación se convierte en realidad, y los que simulaban apreciarse acaban por hacerlo. «El amor puede nacer de una metáfora», nos avisa Milan Kundera. La verdad de nuestros sentimientos es voluble: hay verdades que engañan y mentiras muy sinceras.

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