Ya nos lo avisaban los griegos: hay que sospechar de
todos los excesos. Ellos, que soñaron a sus dioses casi humanos, les edificaron
templos a la medida del hombre. Aristóteles fundó su ética en el camino medio,
ese difícil filo de la navaja de la vida.
Después de siglos del imperio de
Dios, el humanismo renacentista tuvo el mérito de recordarnos la dignidad de la
medida humana, por más que resulte, frente a la monstruosidad del cosmos, nimia
y frágil. Los románticos pretendieron ensalzar esa inconsistencia, pero solo
para sucumbir ante lo sublime, que nos eleva tanto como nos arrasa.
Es
probable que no haya nada especialmente grande en lo humano; como el resto de
los seres, nos esforzamos por vivir y estamos destinados a morir. Entretanto,
disfrutamos lo que podemos y nos dejan, y sufrimos lo que nos corresponde. El
hecho de ser inquietos y apasionados no nos hace mejores; ser libres, más que
un mérito, parece una condena, como decía Sartre. Sin embargo, podemos
rendirnos al amor y concebir la dignidad: ahí ya se vislumbra algo estimable.
Casi todo puede ser valioso
a su manera, con la condición de fluir discretamente, de ceñirse a la mesura.
Si hay sabiduría, no florecerá fuera del equilibrio. La devoción, desbordada, parece
delirio, o impostura.

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