El franquismo implantó ese engendro maquiavélico que
fueron los sindicatos verticales: no había dueños y siervos, capataces y
subordinados, sino un gran conjunto de individuos que trabajaban codo con codo por
un bien común, más allá de sus diferencias o de sus intereses enfrentados. Como
en un hormiguero.
Hoy habitamos un gigantesco hormiguero
mundial, en el que el neoliberalismo ha diluido las diferencias y prevalece un supuesto
interés común que beneficia a todos. El rico (sea un individuo, un grupo o
un país), que prospere; el pobre, que apechugue y espabile. Se respeta que cada
cual llegue tan lejos como pueda: se respeta tanto, que se va adelgazando lo
público para entorpecer lo menos posible a lo privado; y ya no es hora de proteger
ni redistribuir, sino de dejar hacer. Nos han robado el Estado del bienestar
como si hubiese sido un privilegio anómalo, abusivo, contraproducente.
Es evidente que la
desregulación, la ausencia de límites, beneficia al fuerte y perjudica al
débil. Aun así, lo hemos olvidado, y transigimos con ese feliz mundo global
regido por la ley de la selva. Un mundo vertical en el que ―también lo hemos olvidado― ya no cuentan las clases
sociales. Pero eso no impide que sigan existiendo: avivemos la memoria y abramos
los ojos.
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