Luc Ferry opina que la política, la res publica, debería responder a las metas y los valores
privados. En cierto modo es obvio: si la
política no sirve a los individuos, ¿a quién sirve?
Ferry hace bien en
deslegitimar los relatos tradicionales de la Nación, la República o la Revolución:
la legitimidad de todas ellas procede de los individuos y nunca puede
superponerse a ellos, sujetos del derecho, como ha sucedido, y sucede todavía
con los nacionalismos. La plaza pública es el encuentro de los individuos
libres, iguales y cooperadores.
Pero pretender volcar lo privado en lo
público es a la vez ingenuo y peligroso. Los intereses y las metas individuales
no coinciden, sobre todo entre clases. Si lo público es el ámbito del pacto
social, habrá que ceñirse a lo común, canalizar la tensión inevitable entre opuestos
y regular con normas las diferencias de poder.
Lo público no tiene que
imbuirse de lo privado, sino abrazarlo y trascenderlo. La plaza pública tiene
que ser la arena del proyecto colectivo, dialéctico y cambiante, pero dentro de
un marco que contenga al poderoso y proteja al desvalido. Ni la religión, ni
los sentimientos, ni las identidades deberían desembarcar en la plaza pública.
Allí hay que discutir de valores compartidos, como la igualdad y la justicia.
Lo demás, en casa.
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