Con su deconstrucción sistemática, con su relativismo a
ultranza, la posmodernidad ha diluido los grumos de los viejos relatos, pero
también sus aciertos. Hubo un tiempo en que el progreso era algo más que un
aumento del PIB. Aspirábamos a un mundo cada vez más libre y más justo para todos,
y luchábamos por él.
La nostalgia no nos devolverá los sueños
malogrados, ni falta que hace, pero, si un día queremos volver a encaminarnos a
algún sitio, tal vez convenga rescatar lo valioso de los hallazgos de nuestros
abuelos. Sería estúpido tirar los diamantes con la basura.
Del relato humanista,
podríamos quedarnos con su vindicación de la persona como medida de todas las cosas:
nada es bueno cuando aplasta al individuo. Del relato democrático, deberíamos
aprender su reclamo del derecho como garante de la dignidad, base del pacto
social: compromiso de protección al débil, defensa de lo colectivo frente a la
endogamia privada, y por tanto apoyos cuando hacen falta, y límites siempre.
Del relato marxista, el que ha salido peor parado por evidente afán de los
privilegiados, habría que recuperar la noción de clases y lucha de clases, de
conciencia de la mayoría trabajadora frente a las oligarquías, de organización y lucha contra su monopolio del poder.

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