La posmodernidad, con su consigna de demoler ―o «deconstruir»,
verbo equívoco donde los haya― los grandes relatos, nos regaló una oportunidad para la lucidez, y, al
poner al descubierto las debilidades de las ideologías, fundó una nueva
dignidad del individuo.
El mundo se reveló más complejo, la gente más
variopinta y singular, y las abstracciones peligrosas: la razón ilustrada,
guiada por malos principios, conduce al terror de la guillotina y a las atrocidades
de Auschwitz.
El problema es que, tras el sistemático
desguace ideológico de los posmodernos, nos hemos quedado sin asa donde
agarrarnos. Al darse por superadas todas las ideologías, nos hemos diluido en
el caldo del relativismo, donde no se hace pie y todo vale. La posmodernidad
nos ha dejado huérfanos, nos ha robado el proyecto común, nos ha relegado al
aislamiento del individuo perplejo. Si todas las normas son relativas, ¿cómo
alcanzar algún acuerdo universal sobre el que armar una nueva solidaridad, un
nuevo futuro compartido?
La norma protege al débil:
su ausencia da alas al poderoso. Los grandes capitales campan a sus anchas, aboliendo
el derecho; ley del más fuerte: única incuestionable. Los oportunistas prosperan
en el río revuelto de la globalidad. Hay que volver a construir.
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