Lee Holloway, la protagonista de la película Secretary, se inflige heridas cuando la
invade la angustia. Solo consigue amar cuando encuentra a un hombre que la
releva y se encarga de hacerle sufrir ―de modos menos sangrientos, más bien simbólicos―.
Solo consigue hacer
algo por sí misma al desistir de esa seguridad que encontraba en el masoquismo
a cambio de someterse al poder de un sádico. Curiosamente, la pareja funciona,
y nos resulta verosímil. Tal vez esa relación complementaria esté más extendida
de lo que parece.
Nos horroriza la desesperación
sin nombre, el dolor que no puede identificarse y al que no se le ven límites.
Por eso, ante la angustia, siempre nos queda el refugio del padecimiento: al menos, el
dolor es palpable, es previsible, tiene principio y fin. Paulo Coelho también
propone, en una de sus novelas, sustituir la desazón mental por un dolor
físico, como clavarse las uñas en las palmas de las manos: el sufrimiento parece así identificable y controlable.
No se trata de una invitación al sadomasoquismo,
sino de una paradójica recuperación de la sensación de control. Muchos nos
comportamos así a veces: mejor sufrimiento conocido que alegría por conocer. El
dolor se sabe dónde termina, la alegría es incierta e ignoramos por qué caminos
nos llevará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario