La desesperación también da fuerzas. Aparta lo trivial y
se centra en lo que cuenta. Nos hace temerarios con nuestros temores, y tal vez
sea esa la única forma de coraje que tenemos a mano. Aun tratándose de un valor
ciego y atolondrado: de la temeridad siempre salen nuevas trabas, pero también
aprendizajes inesperados.
Hay otra fuerza que nos brinda la
desesperación, y es la de la huida. Cuando se nos está devastando, lo más
sensato es huir. El orgullo, que suele actuar como fortaleza, es una debilidad
amenazante cuando lo prioritario es sobrevivir. La desesperación nos libra del
orgullo heroico, a veces tan iluso, y nos refuerza ese otro orgullo del
superviviente, que se promete aguantar hasta que pase el vendaval, y cumple su
promesa renunciando a correr riesgos inútiles.
La desesperación ya es una
certeza, y eso demuestra una vez más que no hay nada que se nos haga más demoledor
que la incertidumbre. El que ha desesperado, si no sucumbe del todo al tocar
fondo, puede entregarse a la amarga quietud de la derrota, que permite planear la
reconstrucción. «Lo que no me mata me hace más fuerte», anima Nietzsche: porque
la fiebre remite, y cuando sale el sol no queda más que nuestra desnudez y la
luz limpia de una nueva tarea.

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