Los que nos dañan quieren humillarnos. Hurgan con su daga
en nuestro espíritu para someterlo. El dolor puede ser una argolla: quien
resiste no rinde su serenidad. No se la entreguemos, pues, a quien no nos
quiere.
Todo el mundo merece compasión, pero no
estima. Al menos, no el reconocimiento que se guarda hacia quienes nos ganan y
nos demuestran grandeza: incluso como enemigos. Hay enemigos dignos como un hermano:
hay que honrarlos, puesto que podríamos amarlos. Otros, en cambio, se arrastran
en el barro de sus mezquindades y nos salpican con él. Merecen nuestra pena,
pero no nuestra veneración.
Algunas personas son de
vuelo tan corto —¡y creen volar!— que es como si se
arrastraran. Desprecian porque no pueden amar. Conspiran porque no tienen valor
para plantar cara. A su manera, son poderosas, porque un día se aprovecharán de
nuestra debilidad, o traicionarán nuestra confianza. Puede que arrasen nuestros
campos o que nos roben la cosecha: ignorarán la satisfacción de ganar algo pagando
lo que vale, o la de recibir la ayuda pedida como un don. Podemos negarles, al
menos, esa última dignidad que es nuestra entereza. Podemos atenuar su dolor recordándonos
lo hueco de sus golpes. Vayan en paz y que nos crucemos poco.
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