Hay quien vive obsesionado por la pureza: sangre limpia,
cultura impoluta, devoción por la propia tribu que siempre pide impugnar ―que es temer― a los otros. Hay
quien no ve personas, sino propios y extraños, siervos de un territorio y sus
fantasmas, como si haber nacido en un sitio no fuera un mero accidente, y los antepasados
hubieran vivido solo para llegar a uno.
Todos somos mestizos. Todos vivimos a caballo
entre dos mundos (¡o más!), sintiendo el tirón y el rechazo de ambos. Todos
hemos nacido en el país equívoco de las mezclas y las cosas impuras. La vida,
como la canción, pide que la contaminen. Por eso deberíamos respetarnos y
protegernos: porque en nuestra médula tiemblan todos los exilios. Porque, como
aquel, procedemos de reyes, y fuimos conquistados y conquistadores. Porque todo
es sangre, y siempre es roja.
Tenemos lo mejor y lo peor;
pero sobre todo tenemos dignidad, y debería ser suficiente. Somos capaces de
amar y de insistir: ¿cómo no vamos a entendernos? No todos nos querrán: basta
con los que nos quieren, y con que nadie decida a quién hemos de amar. Se puede
vivir aquí en medio: hagamos valer nuestra impureza. Que nuestros hechos hablen
de nosotros, mientras a otros la genealogía despótica les roba la libertad.

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