Hay miradas que no sabes si amar o temer, miradas que nos
descubren y nos traspasan. La mirada tiene algo casi material, y así se creía
antiguamente: nos toca, nos desnuda, nos sacude o nos conmueve.
La mirada nos confiere carta de existencia.
Necesitamos ser vistos por quienes son importantes para nosotros, porque solo
entonces estamos seguros de que nos tienen presentes, de que somos algo con
forma propia en medio del tumulto de lo anónimo. Pero una mirada también es a
menudo una amenaza: cuando nos llega de un enemigo potencial ―y en todos los desconocidos
lo presiente nuestro instinto―, cuando expresa rechazo, ira o envidia. Y, en fin, algunas
miradas son como surtidores de vitalidad, que riegan de luz el mundo, o légamos
de pena en los que podríamos naufragar.
Somos expertos lectores de
miradas, por la cuenta que nos tiene, y por eso tropezar con una mirada ambigua
nos inquieta. ¿Expresará una tristeza inclinada al abrazo, o una rabia que solo
espera la ocasión de verterse en crueldad? O tal vez varias cosas, porque las
personas somos múltiples y contradictorias, las personas somos una muchedumbre
de personajes que confluyen en ese enclave al que damos nuestro nombre. Lo que
la mirada no siempre dice es cuál prevalecerá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario