Tienen razón los que, como Woody Allen, nos recuerdan que
contentar a todos es imposible: o bien porque no todos quieren lo mismo, y
entonces no contentamos a nadie; o porque sí lo quieren, y no siempre está en nuestras
manos repartirlo.
Hay que tener la humildad,
que es en el fondo entereza, de aceptar que siempre habrá quien no nos quiera y
quien no nos apruebe. Necesitamos ambas cosas, pero no de todos: basta con tenerlas
de quien realmente importa, y tampoco siempre. Uno tiene bastante con el trabajo
de seguir su camino, y procurar que sea bueno. Hay que escuchar a los demás,
hay que tenerlos en cuenta: porque nos importan, porque respetamos la aspiración
a su propio camino ―que, nos guste o no, nunca es el nuestro―. Podemos admirarlos, debemos apoyarlos y evitar perjudicarlos, pero no está en nuestras manos hacernos cargo de su libertad
ni de su celda, de su esperanza o su desesperación, de su empeño o su renuncia.
A veces uno tiene que caminar por su cuenta, y para ello no le queda más
remedio que distanciarse de los suyos; ya volverá, si es el caso, más viejo y quizá
más sabio. Todos somos hijos pródigos de un hogar que preferiría retenernos.
Hay que estar dispuesto a ser censurado cuando se trata de ser uno mismo.
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