Las preocupaciones son un campo en el que la mayoría demostramos
ser sumamente creativos. Por bien que vayan las cosas, siempre podemos
encontrar algo con que inquietarnos. La cuestión es tener la cabeza ocupada y
no bajar la guardia. Alimentar un pathos
trágico que nos mantenga alerta: cuando no por lo que pasa, por lo que pueda pasar.
Y es que, en fin, la vida está hecha de
problemas; o, mejor dicho: nosotros estamos hechos para rastrear problemas.
Comparados con los verdaderos dramas de la existencia, la mayoría de ellos son
irrisorios. Pero cumplen, al menos, dos funciones: nos conservan activos y nos
dan la sensación de sujetar con fuerza las riendas de nuestra vida. Mientras
estamos en lucha, notamos que estamos, y que nuestra presencia no es del todo
impotente. Sufro, luego existo.
«Nada es más difícil de soportar que una
sucesión de días hermosos», avisa Goethe. Sabemos qué hacer ante una dificultad,
pero en la calma nos sentimos perdidos. El sagaz Schopenhauer lo reafirma: «una vez que el existir está asegurado, el
viviente no sabe qué hacer con él». ¿Qué sería del deseo sin la frustración? ¿Y
del sosiego sin la turbación? Somos virtuosos de la inquietud, lo cual no tiene
nada de malo mientras recordemos que «la situación es grave, pero no seria».
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