Somos infelices porque nos acostumbramos demasiado
deprisa a la alegría y dejamos de verla. Alguien ya dijo que engullimos de un
trago la felicidad y en cambio mascamos lentamente la desdicha.
No tenemos remedio: fuimos programados para
mantenernos alerta, para notar la espina antes que la caricia. Quizá ni
siquiera estemos hechos para la dicha, o al menos para detenernos en ella. Es
comprensible: el disfrute puede dejarse para otro día, en cambio un peligro nos
amenaza de inmediato. Por eso deberíamos estar siempre de parte del gozo, dado
lo mucho que escasea. «La felicidad se bebe fresca ―hace decir R. Rolland a su
Colas Breugnon―; el fastidio puede esperar.»
Ya que hemos sido
dotados con tan mala memoria, deberíamos procurar repetirnos las razones que
tenemos para la alegría, en lugar de darlas por sobreentendidas. El regocijo no
tiene nada de obvio: lo bueno es siempre la excepción. Para comprobarlo, basta
con que echemos un vistazo a nuestro alrededor. Si contamos con buena salud, si
hay quien nos ama, si no nos falta nada esencial, lo cierto es que somos muy
afortunados. Tenemos que recordárnoslo una y otra vez, plantando cara a esa
morbosa parte de nosotros que solo tiene ojos para las contrariedades.
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