Nuestra tendencia a buscar explicaciones tiene una vertiente
casi existencial: el mero hecho de entender una cosa nos tranquiliza.
Comprender es un modo simbólico de sentir que la realidad es previsible y, por
tanto, más o menos controlable; que seguramente podremos arreglárnoslas con el
mundo, puesto que, al fin y al cabo, como decía Rilke, «no está contra
nosotros». Quizá la locura consista en lo contrario: la dimisión de la razón,
la renuncia a un mundo entendible y, por tanto, el naufragio en un caos que nos
sobrepasa.
La
necesidad de entender tiene, pues, algo de perentorio y angustioso. En distintos
grados: puede que conocer las estrellas despierte nuestra curiosidad, pero lo
que nos urge es saber si nuestro vecino es peligroso. Cuando la comprensión no
es posible, la fantasía la reemplaza con creencias. O con obsesiones: una idea
obsesiva es una manera simbólica de sentir que, ya que no comprendemos, al
menos nos mantenemos vigilantes. Los actos compulsivos también crean
simbólicamente la ilusión de control: lo que nos da seguridad es, precisamente,
el hecho de que sean actos repetitivos, en cuya secuencia no cabe la temida
novedad de lo imprevisto; pero a cambio tenemos que pagar con la inseguridad de
no poder controlarnos a nosotros mismos.
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