Hay veces que no podemos evitar lloriquear, lamernos las
heridas al final de la jornada. Seguro que tenemos razón: cómo negar que la
vida es difícil, que suele poner trabas a nuestro proyecto y a la simpleza de
la felicidad. Como dice Comte-Sponville, el dolor manda.
Sin embargo, hay que tener cuidado con los
lamentos, porque no son inocentes. Tienen la virtud de encastillarnos en un
rincón de víctimas, donde uno podría sumirse hasta el fin de los días. La
alegría es un esfuerzo incierto, en cambio la tristeza es segura y llegará por
sí misma: solo necesita tiempo. La alegría fluye, y por eso se nos escapa; la
pena se estanca y nos va hundiendo en sus arenas movedizas, metemos el pie y
antes de darnos cuenta ya estamos hundidos en ella hasta las cejas. No podemos
permitirnos ser complacientes con nuestras melancolías: hay que insistir en el
contento, incluso cuando no creemos en él, porque está en desventaja, porque es
menos probable y menos convincente. Hay que abrir el desaguadero de la congoja,
incluso si faltan fuerzas, sobre todo cuando faltan fuerzas.
Pasemos de puntillas por el
lamento, especialmente si lo entonamos a solas delante del espejo. Lo bueno de
la alegría es que no hace falta creer para experimentarla: basta con dejar
correr el agua.
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