Que no nos quieran es aceptable; que se ensañen con
nosotros, reprochable; que nos humillen, despreciable.
Hay que guardarse de quien pone sus supuestos
principios ―tras los cuales, a menudo, solo esconde su capricho, su
mezquindad o su temor― por encima del respeto a los demás. Quien usa sus
principios para arrollar y despojar a otros solo está valiéndose de excusas.
Hay quien se escuda tras grandes palabras para no tener que hacerse cargo de su
responsabilidad. Obra, como diría Sartre, de mala fe: pone a las ideas a que den
la cara por él, como peones en una partida de ajedrez donde el rey ―que es él― permanece agazapado.
De hecho, para esta clase
de personajes, los peones son los demás, y el mundo un inmenso tablero puesto a
su servicio, para satisfacer sus apetencias. La primera de todas es creerse con
más razón y más valía que los otros. Es fácil reconocerlos: por su cerrazón
mental, por su falta de empatía, por su despecho temeroso, por su crueldad
crispada. Menos fácil es salir incólume de su presencia: engañan con habilidad,
confunden con maestría, y mediante el reproche parasitan nuestro impulso porque
carecen de él. Guardaos de los que os hacen sentir culpables, no porque tengan
razón, sino porque saben hacer que lo parezca.
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