El inconsciente no es razonable ni democrático. No toma
las decisiones mediante el análisis a partir de la experiencia.
El inconsciente
rige las emociones, reacciona automáticamente, es sensible a los símbolos, funciona
de modo global e intuitivo. Y es el que tiene más fuerza, ya que reside en los
estratos más primitivos y profundos, lo que se ha llamado el «cerebro
reptiliano».
Hablamos
de la mente, pero en realidad somos un campo de batalla entre, al menos, dos
mentes. Eso nos crea conflictos y nos hace contradictorios. Entre la voluntad y
el miedo, de entrada gana el miedo ―o la ira, o el deseo―… El desafío para la
voluntad es ganar la complicidad del inconsciente ―integrarlo, mejor que
someterlo― y canalizar su tremenda potencia, temible
cuando se pone en contra de nuestros planes y espléndida si está a favor.
Hace
falta una voluntad recia y bien entrenada, no tanto para imponerse como para seducir,
persuadir a la emoción, domesticarla y encauzarla, como hizo el campesino de la
fábula zen con el buey. Al inconsciente no se le puede vencer ni convencer: hay
que calmarlo ―cuando se encabrita es incontrolable―atraerlo, educarlo mediante el símbolo y el hábito. Dichosos los que conquistan
esa armonía, porque el entusiasmo y la fuerza están en el inconsciente.
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