A veces, consolarse
ya es mucho, sobre todo si la alternativa es la desesperación. Boecio encontró
en la filosofía un consuelo para su angustiosa espera en prisión a que se
cumpliese su condena a muerte.
Pero no podemos considerarlo suficiente. El
consuelo nos ayuda a aguantar, y puede servirnos para salir del paso; pero queremos
que nuestra vida sea mejor, y que la muerte nos parezca llevadera.
La
filosofía que solo reflexiona, por brillantes que sean sus frutos, por
reconfortantes que resulten sus propuestas, es como una ociosa distracción frente
a las contrariedades que no resuelve. Lo que no se traduce en acción solo
sirve, con suerte, como consuelo: solo la acción transforma; por eso es más
ardua y más comprometida.
A
veces no actuamos porque no sabemos qué hacer. Existe una acción que está
siempre a nuestro alcance y que no requiere pensar ―de hecho, se basa en lo
contrario―: la meditación. No es que sea fácil ―al
menos, practicarla bien―, porque su objetivo es acallar la mente y estamos
acostumbrados a la cháchara; el silencio es un vacío, y los huecos nos asustan.
Pero es en ese vacío donde se halla el genuino consuelo: el que otorga residir
en uno mismo, libre del miedo y de la esperanza.
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