Una crítica bienintencionada es un privilegio. Una crítica
rigurosa pero constructiva, exigente pero respetuosa, crea un vínculo virtuoso
tanto para quien la emite, que reafirma sus propias ideas y colabora con el
progreso de otros, como para quien la recibe, que encuentra en ella un espejo fiel
en que mirarse.
Todos
vivimos enclaustrados en nosotros mismos, limitados en la amplitud de visión
por nuestras propias convicciones, a menudo rígidas y estereotipadas. Con la
crítica ajena ganamos en la perspectiva que nos aportan unos ojos que están
fuera y que por eso nos ven con mayor claridad (siempre que no los ofusquen sus
propios prejuicios).
¿Por
qué, entonces, nos inquieta tanto la crítica, por qué siempre nos fastidia un
poco y nos pone a la defensiva? Porque tendemos a sentirla como un ataque y en consecuencia
una amenaza a nuestro estatus. También a nuestra autoestima, que se funda en
aquél. Ese temor demuestra la fragilidad de ambos, lo mucho que nos falta para
querernos de verdad y para estar seguros de que nos quieren y nos reconocen.
Vale
la pena escuchar las críticas, sobre todo cuando nos molestan: por lo que
tienen de oportunidad para aprender, y, sobre todo, porque nos hacen más fuertes.
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