A Voltaire le
debemos el ejemplo de alguien que fue fiel a sí de principio a fin; que nos ofreció
un ejemplo de dignidad y de independencia personal, y defendió la valía del individuo
por encima de cualquier prejuicio (uno diría que incluso por encima de la
propia verdad).
Voltaire,
a quien tanto le gustaba que lo adoraran, se encargó con sus propias conductas
de desmitificarse a sí mismo, cosa que tiene su punto de admirable. No dudó en
pagar aplausos en sus obras de teatro, atacó implacablemente a quien le
resultaba antipático ―que se lo pregunten al pobre Rousseau, que fue
objeto de su encarnizada persecución―, supo acercarse al sol que más calienta entre la ralea
de ricachones y poderosos. Pero, por mucho que los adulara, tampoco se callaba,
llegado el caso, a la hora de criticarlos o contrariarlos, y a menudo fue
expulsado con cajas destempladas de los mismos sitios en los que había sido loado.
Ese
Voltaire que siempre nos sonríe, altivo y socarrón, desde todos sus retratos,
nos invita a reírnos del mundo y, sobre todo, de nosotros mismos. En un tiempo
aún lleno de oscuridades y dogmatismos, mostró lo que es una libertad que no se
somete y una razón a la que ningún chantaje priva de pensar por sí misma: «El
hombre es el único animal que llora y ríe».
No hay comentarios:
Publicar un comentario