martes, 19 de febrero de 2019

Contra los reproches

Un
reproche es un jarro de agua fría en la calidez de la vida, una zancadilla taimada a la alegría inocente. 

    El reproche es la flor agria de la mezquindad, el último recurso del incapaz. Los reproches ensucian el mundo con su dedo acusador, que se queja de lo que no le dan y no piensa en lo que él ha denegado. Mira a los demás y solo ve deudas y agravios. No puede aceptar ni perdonar, porque no puede pedir ni entender al que pide.

No importa si es o no merecido: un reproche es en sí mismo un fracaso del que lo emite, el fracaso de no haber seducido al otro por las buenas, de no habernos ganado su complicidad. Emana directamente del rencor y no va más allá de él; es una especie de venganza simbólica, pero incluso como venganza no da la talla, porque no tiene la mínima dignidad de dar la cara. Además, es amargo tanto para quien lo pronuncia como para quien lo recibe, y solo sirve para alejarnos más entre nosotros y hacernos más infelices.

El reproche, desde el enfoque spinoziano, sería una tristeza absoluta, pues emana de una impotencia disfrazada de cólera. Eso lo hace crepuscular y patético. Nos queda entonces elegir la potencia: nada de reproches, ni lanzarlos ni admitirlos. En lugar de ello, aceptar y requerir, amoldarse o pelear, agradecer o marcharse.

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