Un reproche es un jarro de agua fría en la calidez de la
vida, una zancadilla taimada a la alegría inocente.
El reproche es la flor
agria de la mezquindad, el último recurso del incapaz. Los reproches ensucian
el mundo con su dedo acusador, que se queja de lo que no le dan y no piensa en lo
que él ha denegado. Mira a los demás y solo ve deudas y agravios. No puede
aceptar ni perdonar, porque no puede pedir ni entender al que pide.
No importa si es o no merecido: un reproche
es en sí mismo un fracaso del que lo emite, el fracaso de no haber seducido al
otro por las buenas, de no habernos ganado su complicidad. Emana directamente
del rencor y no va más allá de él; es una especie de venganza simbólica, pero
incluso como venganza no da la talla, porque no tiene la mínima dignidad de dar
la cara. Además, es amargo tanto para quien lo pronuncia como para quien lo recibe,
y solo sirve para alejarnos más entre nosotros y hacernos más infelices.
El reproche, desde el enfoque
spinoziano, sería una tristeza absoluta, pues emana de una impotencia disfrazada
de cólera. Eso lo hace crepuscular y patético. Nos queda entonces elegir la
potencia: nada de reproches, ni lanzarlos ni admitirlos. En lugar de ello, aceptar
y requerir, amoldarse o pelear, agradecer o marcharse.
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