¿Por qué deberíamos
esperar de los demás que se interesen por nosotros? ¿Acaso nos interesan ellos
siempre? ¿Acaso nos resultamos siempre interesantes? ¿Acaso hay modo de merecer
el amor?
El amor no ha sido hecho para esperarlo, sino
para entregarlo. Uno es dueño de lo que da y esclavo de lo que espera. Ofrecerlo
es cultivar la frondosidad de la vida con la nuestra, la grandeza de una fuerza
vital tan desbordada que se vierte sobre el mundo. Recibirlo es una excepción
que nos enseña gratitud.
Por otra parte, el amor no tiene por qué
llegar como nosotros preferimos. La vida no se pliega a nuestros sueños, que siempre
son infantiles y desmesurados. Todos somos un poco niños al desear, y por eso nos
hace falta la lucidez, para mantener a raya las locas apetencias. El mundo no es el
escenario de nuestros caprichos, ni siquiera de nuestras necesidades; está ahí
por sí mismo: nosotros lo necesitamos, pero él no nos necesita. En general encontraremos
en él frustración y resistencia; los más diestros aprenden a seducirlo para que
de vez en cuando se ponga de su parte.
El amor va y viene como un
niño jugando al escondite. Un invitado avaro e inconstante. Si nos elige,
bienvenido sea; si no lo hace, también.
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