Mi patria primera, la que llevo puesta y da cuenta de mí
cuando hay extraños, es mi idioma. Por él siento la veneración de un hijo admirado
y conmovido, la gratitud ante el legado de hermosura que me une a tantos herederos
y a tantos ancestros. Amo a quienes viviendo han dejado en el mundo esta
riqueza de la que el azar me hizo deudor; y siento cercanos a quienes la
comparten.
Debo agradecer a los que se declaran sus
enemigos el haberme hecho consciente de mi devoción. Sus desprecios y sus
humillaciones despertaron la conciencia de algo mío que estaba siendo
vulnerado, y que por tanto debía ser valioso. Su coacción para que renegara de
ella y me adhiriera a la suya me hizo comprender lo que no podría hacer nunca
sin dejar de ser yo mismo. Su feroz ataque me inspiró para salir en su defensa.
Nunca he comprendido a los
que odian una lengua. Se puede odiar a quien utiliza las palabras para herir o someter, pero, ¿cómo denostar las palabras
mismas? Los idiomas, como cualquier obra de arte, son inocentes: por eso a
menudo se los apropian los canallas para su interés. Las lenguas son el
precioso limo colectivo de mil sentimientos, mil esfuerzos por vivir, incontables
cadencias del encuentro. Todas merecen aprecio y veneración. Para la nuestra,
amor.
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