De vez en
cuando, se me cuela por los sueños una mujer hermosa, una mujer dulce que me
reconforta solo con estar a mi lado.
Todo en ella es luz y alegría, como en una
balada de trovador. Suele limitarse a estar ahí, poniéndole un flanco de
calidez a mis escenarios agitados, en los que siempre estoy buscando algo y me
siento perdido. Parece decirme: «no te preocupes, no te inquietes, deja de
correr, no hay nada de que huir, no hay ningún sitio adonde llegar». Lo dice
sin palabras, solo con la mirada, y así era esta noche: ella me miraba,
sonriendo, y su mirada era promesa y cobijo.
Dicen
que los sueños, a menudo, compensan las carencias de la realidad; también dicen
que señalan deseos, que glosan ilusiones, que sugieren caminos. Jung estaba
convencido de que las mujeres de los sueños masculinos son evocaciones del
ánima, la parte femenina del hombre. Todo podría ser verdad: los sueños son tan
locos, tan desconcertantes, tan poéticos en su caos, que podemos encontrar en
ellos cualquier significado, como en las tabas o en los posos del café. Los
sueños son espejos de feria donde nada se ve claro y puede verse todo.
Mi dulce
muchacha se ha desvanecido en seguida, pero, como las amantes de puertos lejanos,
su recuerdo alimenta mi alegría y mi nostalgia.
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