En el deseo subyace el dolor de lo que falta. Quien se
acoraza en el deseo está condenado a no detenerse a saborear lo que ya tiene,
hechizado por aquello de lo que carece, ese territorio tan vasto y tan difuso.
El deseo nos despeña en la sima de un futuro sin alba en el que no acabamos de
hacer pie.
Pero el deseo nos traiciona incluso cuando se
cumple, pues la inquietud no halla en él más que opaca saciedad y amargo
hastío. La felicidad, pues, debe estar en algún lugar entre el deseo y su realización,
allá donde uno sigue en marcha y nada está acabado.
No podemos vivir sin sensación
de futuro, pero tampoco relegar en él una satisfacción abocada a la prórroga perpetua.
No podemos estar siempre esperando, porque la espera es un exilio. Hay que conseguir
que el deseo nos dispare hacia el futuro sin expulsarnos del presente. Como
dice J. A. Marina, necesitamos tirar de nosotros mismos desde el futuro concibiéndolo
como proyecto. El futuro, que no existe, sería entonces la fuerza que fecunda
el presente y lo lanza hacia delante. El futuro es la diana, el presente el
arco tenso; nuestra vida es la flecha. Y la felicidad está en el arco que goza
preparando y presintiendo, en la flecha que disfruta viajando y en la diana
cuando se alcanza.
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