Ambos nos hacen crecer y nos pueden perder, ambos tiran
de nosotros en distintas direcciones: la aceptación incondicional frente al
anhelo por experimentar todo lo que podemos ser…
El deseo y sus inconvenientes
responden a lo fáustico; nos empujan al progreso y a la búsqueda, pero también
pueden reducirnos a seres ansiosos. La imaginación explora lo fáustico, como dice
Vargas Llosa, y tal vez a ello se deba nuestro insaciable apetito de ficciones;
son un modo simbólico de tantear el viaje fáustico. Nos mantienen seguros y a
la vez nos ayudan a sobrellevar la rutina, que es el campo minado del amor fati. Para Nietzsche, afirmar lo que
es constituía la culminación del amor a la vida y a la realidad, y por eso nos quería
dispuestos al eterno retorno.
En medio de todas estas
inquietudes queda la pequeñez del hombre, la fragilidad de su vida, de su identidad
y de su voluntad. ¿Se puede llegar a un compromiso que resguarde lo mejor de lo
estable junto a lo mejor de la aventura? ¿Dónde puede residir el compromiso
entre las fuerzas centrífugas y centrípetas? ¿Tal vez impregnando la rutina de
pasión, como Nietzsche, y la aventura de prudencia, como Montaigne? Cada uno de
nosotros es un campo de batalla de fuerzas enfrentadas: lo que cuenta es que sepamos
darles el lugar adecuado.
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