En la adolescencia, la idea de egoísmo me angustiaba: supongo
que no podía admitir un mundo en el que cada cual se quería a sí mismo más de
lo que podía quererme a mí. Es obvio —y en esto hay que asentir al psicoanálisis—
que había en ello una nostalgia del útero y la madre, fruto de mi falta de madurez.
Madurar es ir del sueño de gratuidad a la realidad del intercambio.
Así, mi obsesión se debía,
paradójicamente, a que yo seguía siendo demasiado egoísta, a que vivía prisionero
del egocentrismo infantil y el afán de omnipotencia. Porque el egoísmo natural,
el que responde al hecho simple de que cada cual, como señaló Spinoza, tiene
por impulso comprensible su propio medro, ese egoísmo no tiene por qué
inquietarnos si lo asumimos y respondemos
adecuadamente a él. Lo problemático es no lograr incorporarse a uno mismo como
objeto primario de amor. Entonces, el objeto de amor (y la fuente de amor)
queda fuera, y de ahí el desamparo al descubrir que su impulso primero no es
protegernos o amarnos.
Por otra parte, la verdadera perplejidad no es que seamos
egoístas, sino que, aun siendo egoístas, seamos capaces del amor y de la
solidaridad. Esa tendencia es la que nos tiene que poner incondicionalmente de
parte de lo humano, o sea, de nosotros mismos.

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