El peor momento para reflexionar es justo cuando más lo necesitamos,
cuando estamos en el ojo del huracán. Porque los desafíos parecen más graves y
más aplastantes cuando nos hallamos sumidos en ellos, como en un pozo, rodeados
por los muros implacables en los que no logramos palpar una muesca donde agarrarnos.
Meditar requiere serenidad, perspectiva, y eso solo nos lo da sentirnos a
salvo, cosa imposible en plena batalla, donde lo prioritario es sobrevivir; por
eso el aprendizaje, si es que está a nuestro alcance, solo fructifica antes o
después de la emergencia (luego poco podrá aprender quien vive en emergencia perpetua).
¿Qué hacer, entonces,
cuando es perentorio dar una respuesta, cuando no se nos concede pausa, y aun con
duda e incertidumbre hay que actuar? En tal caso, no tenemos más remedio que
confiar en nuestra intuición, creer en nuestro buen criterio y tomar la determinación
que buenamente nos parezca mejor. Con humildad ―porque es probable que nos equivoquemos― y con prudencia ―para
minimizar los estragos de nuestra ignorancia―. Confiando en lo poco que tenemos, decretar lo imprescindible,
y atenerse a las consecuencias, y aprestarnos a reparar los desaguisados, sin
más remordimiento que el razonable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario